Conversaciones
con Al Pacino
Editorial Norma publicó un libro,
basado en el reportaje del periodista Larry Globel ,
que recorre la vida del actor, desde 1979 hasta el 2005.
Presentamos aquí una reseña realizada por el
periodista Pedro Zuazua para el diario español
El
país
Larry Globel, un periodista de Playboy, se acercó un día hasta un
edificio de piedra rojiza en la calle 68 de Nueva York, entre
Madison y la Quinta Avenida, pensando en una versión real de Michael
Corleone. Tenía una cita con Al Pacino. En principio, iba a hacerle
una corta entrevista, pero un mes después abandonaba aquel lugar con
40 horas de grabación, cerca de 2.000 páginas transcritas. “Nadie me
había pedido nunca mi opinión”, aseguró Pacino cuando, por fin,
terminó la grabación de aquel primer encuentro y se abría al mundo
periodístico un personaje singular, amante del teatro y lanzado al
estrellato por el celuloide. Nacía también una amistad entre el
periodista y el actor, que ahora culmina con la publicación de
Conversaciones con Al Pacino (editorial Belacqua), un libro que
recorre, en clave de diálogo, la evolución personal y profesional
del actor, desde 1979 hasta hoy.
Después de años diciendo no a la prensa, Pacino abría las puertas de
su casa. Un piso de tres habitaciones con la cocina repleta de
aparatos viejos, un retrete que soltaba agua permanentemente, una
cama deshecha y una decoración, cuando menos, de serie B. Se mostró
amable, invitando al periodista a una rosquilla mordida, y comenzó a
hacer lo que nunca antes había hecho: hablar de sí mismo. “De joven
quería ser jugador de béisbol, naturalmente, pero no era lo bastante
bueno. No sabía qué iba a hacer con mi vida”, explica Pacino. En
octavo curso, el profesor de teatro de su escuela escribió a su
madre para que le animara a subirse a las tablas. A los 12 años lo
comparaban con Brando, del que nunca antes había oído hablar. “Creo
que era porque se suponía que yo debía vomitar en escena y cada vez
que hacíamos la obra vomitaba de verdad, pero en realidad la persona
con la que me identificaba era James Dean… Rebelde sin causa me
influyó profundamente”.
Al Pacino creció en el Bronx neoyorquino, un barrio donde cada día
se convertía en una aventura. “Era una buena época. A menudo me
sentía como un Huckleberry Finn de Nueva York”. Y no es para menos.
Trabajó como mensajero, vendedor de zapatos, cajero de supermercado,
repartidor de diarios, limpiabotas, transportista de muebles e
incluso se dedicó a sacar brillo a la fruta fresca. En ese último
empleo, un día el dueño le dibujó un paisaje campestre y le dijo:
“Hay dos senderos en la vida: el correcto y el equivocado. Tú estás
en el equivocado”. Razón no le faltaba. Los dos grandes amigos de la
infancia de Al Pacino, sus compañeros de correrías, cayeron en la
droga y perdieron la batalla.
Años más tarde, Pacino entraba en una especie de depresión
filosófica fruto de sus problemas con el alcohol. “¿Es la depresión
el darse cuenta de que nos han dado un billete sólo de ida?”, se
preguntaba a sí mismo. “Voy en mi coche, miro por la ventana y veo
toda esa gente, y pienso: esta gente no quiere estar aquí. Así que
toma drogas o alcohol o lo que sea, con tal de no estar aquí. Es muy
comprensible”. Y lo dice alguien que asegura haber tenido poco
contacto con las drogas: “Las sustancias que alteran la mente me dan
miedo. Hacen que me sienta mudo. Te quitan el poder, la energía,
fuerza a la vida”.
Algunos años después de que el resplandor de la fruta le enseñara su
camino, estaba sentado en una mesa de despacho, negociando su sueldo
por El Padrino II. Para que apareciera en su película, Francis Ford
Coppola tuvo que insistir hasta tres veces a los productores para
que Pacino fuera Michael Corleone. “Durante las primeras semanas,
los productores querían despedirme. Y yo no lograba entender por qué
no lo hacían. Yo era un chaval, y El Padrino era mi segunda
película… Prefería todos los demás papeles: me parecía que todos
eran mejores que el mío”. Después de aquel primer encuentro con el
mundo de la mafia, a Sonny, como le llamaban sus amigos, le cambió
la vida.
Su discreto expediente académico le había llevado a la High School
of Performing Arts, la única dispuesta a aceptarle. Allí se topó con
el método Stanislavsky. “Todo ese asunto, lo del método y la
actuación seria, lo de tener que sentir el papel, me parecía una
locura. ¿Qué podía enseñarme Stanislavsky? Él es ruso, y yo, del
Bronx”. Pero de Chéjov, otro ruso, había sacado las ganas para
actuar tras ver La gaviota representada en su barrio. “Había un
público de unas quince personas. Fue una experiencia
extraordinaria”. Como extraordinario es que aquel chico del Bronx
afirme que escritores como Henry Miller, Balzac, Shakespeare o
Dostoievski le ayudaron a superar los veinte años. “Ellos me dieron
una razón para existir”, asegura.
Sorprende, pero es cierto. Pacino ha estado mucho más centrado en el
teatro que en el cine a lo largo de su carrera. A menudo recita a
Shakespeare de memoria. “Cuando eres equilibrista, tu trabajo es
caminar por la cuerda floja. Tienes que subir, y si te caes, ¡eso es
el teatro! En las películas hay cuerda, pero está en el suelo”. Él
es así. Se mete en el papel, sueña con sus personajes y los traslada
a la vida real. Cuando trabajaba en un papel de abogado, un amigo le
dijo que tenía un problema con un contrato, y él, instintivamente,
le dijo: “Déjame verlo”. Pecata minuta si se compara con el
encuentro que tuvo con un camión que echaba humo sobre su coche:
“¿Por qué lanzas esa mierda a la calle?”, interpeló Pacino al
camionero. “¿Y tú quién eres?”, respondió él. Pacino, que estaba
rodando Serpico, le gritó: “Soy policía, y quedas arrestado”.
Hasta ocho veces ha sido candidato a ganar un Oscar. De momento,
sólo se ha llevado uno, por Esencia de mujer, en la que interpretaba
a un teniente coronel retirado y ciego. Le duele el orgullo. Aunque
en alguna ocasión, que el ganador fuera otro no le vino del todo
mal. Nominado por Serpico, llegó a la ceremonia “un poco colocado”.
“Estaba comiendo valiums como si fueran caramelos. Masticándolos. No
habría sido capaz de llegar al escenario”. Pero recuerda el momento
en el que escuchó su nombre como mejor actor: “Me sorprendió lo que
sentí. Una especie de resplandor que duró un par de semanas. Es como
ganar una medalla olímpica. Sólo que en los Juegos ganas porque eres
el mejor, y con el Oscar no es necesariamente así. Simplemente te
toca a ti”.
Y con el éxito llega el poder. Algo difícil de manejar. “Cuanto más
éxito tienes, más difícil es mantener el entusiasmo original. Pero
también está el otro lado del asunto: a medida que te haces famoso,
te vuelves rentable y puedes lograr que se haga una película”. ¿Y
eso es lo que quiere Al Pacino? “A veces, el director te quiere
porque eres conocido, mientras que tú quieres que te quieran por lo
que puedes hacer, no por lo rentable que eres”.
¿Y las mujeres? ¿Cómo es la relación de Pacino con las mujeres?
“Tuve un encuentro con una chica a los nueve años. Se quitó la blusa
y tenía senos de verdad. Le puse las manos sobre ellos y echó una
risita. Ella estaba de pie frente al colchón, y la empujé. Rebotó
contra él y repetimos el mismo movimiento tres o cuatro veces. Yo
estaba tan convencido de haber echado un polvo que me fui a comprar
una caja de preservativos”.
La vida debe de ser curiosa cuando se está en la lista de los
hombres más deseados del mundo y comienzan a llegar las mujeres que
te dejan su número de teléfono. En cierta ocasión, una mujer famosa
con la que él fantaseaba de joven se le acercó y trató de seducirle.
Él no quería nada. ¿Por qué? “Probablemente me hubiera dicho
‘casémonos’ o algo por el estilo”. Y esa palabra asusta a Al Pacino.
Después de varias relaciones, ninguna de ellas pasó de noviazgo.
¿Qué le impide dar el siguiente paso? “Si pudiera ver los pasos,
diría que puedo dar el siguiente. Pero no lo veo en esos términos.
Al menos puedo decir que no tengo un divorcio entre manos. Eso
implica cierta madurez”.
No obstante, no reniega de los sentimientos, y tiene claro lo que
hay que buscar en una mujer: “El amor es muy importante, pero antes
debes tener una amiga: uno debería llegar finalmente a un punto en
el que pueda decir que su compañera es también su amiga”. Pero de
ahí al compromiso está ese paso que Pacino no quiere dar. “Busca la
palabra ‘comprometerse’ en el diccionario. El matrimonio no forma
parte de la definición”. Tal vez en esa falta de decisión por el
matrimonio hayan tenido algo que ver las circunstancias familiares
en las que Al Pacino creció. Cuando apenas tenía dos años, su padre
se fue de casa. Posteriormente se casó cinco veces.
Ahora, 39 películas después, y con 66 años, Al Pacino sigue soñando
con Shakespeare. Porque es un actor de teatro que, por casualidad,
se convirtió en estrella de cine.
Fuente: Diario El Pais (España)
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